lunes, 28 de septiembre de 2009

Conjuro para los más pequeños


Este es un texto que encontre entre tantas fotocopias acerca de la experiencia de enseñar; lo trascribi pues allí encontre la particularidad que enfrenta una profesora frente a su clase y como el medio lo trasforma para brindar hermosura,considero que tiene mucha relación con la lectura " Concepción estética del arte y la literartura en José Marti" de Florinda Alzaga (1983)

Aqui les presento a Irene Vasco


Abracadabra, patas de cabra
que este niño lindo se convierta en...
...En lo que yo quiera...
...O... en lo que él quiera.


Con este conjuro, y con muchas otras palabras mágicas, he aprendido a hechizar a los más pequeños. Sí, a los bebés de uno a dos años. Esos chiquiticos que todavía no saben decir palabras, que tampoco van al baño, que casi no saben ni caminar. Esos son mis alumnos, los que llegan a mi clase dos veces a la semana.
Al principio eran encuentros muy difíciles. No era miedo lo que sentía cada vez que llegaban mis alumnitos: era terror. No sabía qué decir, qué hacer, qué enseñar. Es que eso de hablar y no tener palabras de respuesta, me parecía imposible de manejar. Yo hablaba y ellos hacían ruidos. Ahora sé que eran palabras. Palabras en idioma bebé.
Eso fue lo primero que aprendí: a entender el idioma bebé. ¡Es muy fácil si se escucha con atención! Una mirada angustiada, un grito que destroza los oídos, una sonrisa, una carcajada... una patada. A veces uno se confunde, pero los bebés se encargan de repetir su mensaje hasta que uno lo ha entendido perfectamente.
Lo segundo que aprendí fue a hablar más claro todavía, pero en idioma de grande. Nada de medias palabras, de balbuceos, de lloriqueos. Ese idioma no lo entienden los bebés. Ellos sólo lo hablan. Soy yo la que tengo la palabra : hablo, recito, cuento, canto... La palabra fluye permanentemente. Casi se podría decir que la clase es de palabras, pero no : no es clase de palabras. Eso sería infinitamente aburrido. Es clase de cocina. Es decir, clase de magia, de música, de pintura, de poesía, de cuento, de ciencias... en fin, de la vida.



Una cuchara para Alejandra.
Una cuchara para Enrique.
Una cuchara para Sofía.
Una cuchara para Daniela.
Una cuchara para Nicolás.


Y en la repartición de cucharas, de platos, de servilletas o de cualquier cosa, está contenido un ritmo, una melodía, que se repite a medida que cada niño, con su nombre propio, con su identidad, va preparándose para la receta del día.


Y el ritual mágico se inicia...
Más leche, más leche,
más leche en el pastel.


Nos apropiamos de los versos de Sendak para amasar el azúcar y la mantequilla. Los dedos comienzan a frecuentar la lengua, el delantal, la masa del compañero. El sabor, el oEl sabor, el olor, la textura, el color, todo cambia rápidamente. Pero el ritmo, la cadencia, la melodía se mantienen.
Batimos, batimos.

Entre las manos de mis bebés aparecen bolitas, rueditas, lombrices, caracoles. ¿Es magia o no es magia? Una barra de mantequilla, que ahora sabe a dulce, y que además se transforma en culebra... ¿no es increíble?
Alejandra, ¿qué es eso?
Nicolás, ¿me das un poquito?
Sofía, ¿hiciste una ruedita?
Enrique, ¿vas a hacer un dinosaurio?
Daniela, ¿quieres más mantequilla?
No importa si me contestan o no. Pero sí importa que a todos les hable, que a todos y a cada uno, por separado, y con nombre propio, los incluya en mi inventario. Nicolás no perdonaría que hablara sólo con Daniela. Sofía se molestaría si me equivoco de nombre. Enrique me llenaría de masa si no le hablo a él, si no me dirijo directamente a él, con su nombre completo y sin equivocarme. Las palabras están presentes y acompañan el juego, la magia y el afecto.
Ya las tortugas, las gallinas y los leones están listos en la bandeja. ¿Falta algo? Claro, falta lo más importante: las pepitas de colores, las pepitas mágicas que llegan más rápidamente a las bocas que a las galletas.


Lluvia de estrellas,
polvo de mar,
vientos polares,
aurora boreal.


Y con este conjuro, las pepitas de colores, sin ninguna duda, se convierten en pepitas mágicas. Palabras extrañas, palabras que los niños no entienden, palabras que guardan el poder de convertir lo cotidiano en maravilloso.


Más leche, más leche,
más leche en el pastel.
Batimos, batimos,
y al horno con él.
Y de uno en uno, sin que se me olvide nadie, levanto a todos mis niños para que repitamos el conjuro, allá arriba, frente a la ventana del horno.


Y después bailamos. Damos vueltas alrededor de la mesa, repitiendo nuestra canción, marcando el ritmo con manos y pies, mientras las galletas comienzan a crecer. Pero diez, quince minutos de horno, es demasiado tiempo para esperar. El milagro parece haber desaparecido detrás de la puerta cerrada. A los diez y ocho meses, ¿qué paciencia se puede tener? El horno se tragó las galletas y es posible que no las devuelva nunca.
Es entonces el momento de contar un cuento. Puede ser el cuento de Ricitos de oro que probaba la sopa de los tres ositos. Puede ser el cuento de la Gallinita Colorada que sembraba, cosechaba, molía, amasaba y horneaba ella sola los granos de trigo. Puede ser el cuento de... cualquier cuento, siempre y cuando se cuente en el lugar apropiado y comience con las palabras apropiadas.


Érase una vez,
hace mucho, mucho tiempo,
en un país muy lejano...


Enrique y Alejandra escuchan con atención. Sofía y Nicolás tratan de quitarme el libro. Daniela se instala en su sitio favorito: mis piernas. Los demás saben que ese es puesto fijo y no piensan siquiera en peleárselo.
La historia avanza, y avanza también el olor de las galletas que ya casi están listas y que no podemos dejar quemar. Es la hora de sacar del bolsillo las palabras rituales para franquear nuevamente la puerta que divide lo fantástico de lo real y poder cerrar el libro con la tranquilidad del ciclo completo.


Y colorín, colorado,
el cuento de la Gallinita Colorada
se ha terminado
y yo no sé si les habrá gustado...


Y es Enrique el primero que corre a ver si ya se puede comer las galletas. Porque La Hora del Cuento, que no es más que Los Cinco Minutos del Cuento ya cumplió su función. Como también la hora de repartir, de cocinar, de transformar, de cantar, de bailar, de esperar, de oír, de intervenir, de hacerse sentir. Es decir, la clase terminó y tenemos que esperar a que llegue mamá. Esa espera, que es eterna después de tanto trabajo, se disuelve rápido cuando dos, tres, y hasta cinco de mis bebés terminan sentados en mis piernas y nos mecemos al ritmo de un nuevo conjuro.


Aserrín, aserrán,
los maderos de San Juan
piden pan,
no les dan,
piden queso,
les dan hueso.


A veces jugamos despacio. De repente aceleramos el ritmo. Los versos se repiten en voz baja. Después, es casi a gritos.
Nicolás se baja. Sofía pide más. Volvemos a comenzar y llega la mamá de Daniela.


Adiós, taleguito de arroz.
Se va Daniela y queda un cupo en mis piernas para seguir jugando.
Upa, caballito,
vamos a Belén, a ver la a...
Y no alcanzamos a llegar hasta la virgen, porque aparece la mamá de Sofía, y después la de Enrique y después la de Alejandra, y después la de Nicolás.
Chao, "candao".


Hasta luego, Enrique, mi arequipe.
Un besito, Aleja, mi coneja.
¿A quién quiero más? Pues a Nicolás.
Otra vez, de uno en uno, con un verso, con unas palabras que marcan el carácter de cada uno como individuos, como seres especiales y únicos, me despido de mis alumnitos y cierro un capítulo más de conjuros mágicos.


–¿Y qué tiene todo esto que ver con los libros, con la promoción de la lectura ? –se preguntarán ustedes. Puede tiene todo que ver.


Dice Pierre Gamarra en su texto El libro y el niño:
Conocemos hoy –y cada vez mejor– la importancia de las primeras adquisiciones. Los pedagogos, los psicopedagogos y los médicos nos lo dicen. Lo que el niño adquiere en los primeros años de su vida cuenta tanto como lo que adquirirá en el resto de su existencia. Esas palabras, ideas y sueños que el pequeño descubre en los primeros cuentos que oye, en los primeros poemas que cantan en sus oídos y en sus primeras lecturas, lo acompañarán siempre. Su sensibilidad quedará doblemente enriquecida o herida. Su apertura al mundo se verá favorecida o entorpecida. Su expresión oral se verá alimentada o mutilada. Por eso la literatura para la juventud tiene no sólo importancia cuantitativa, sino también cualitativa. Constituye una parte notable de las primeras adquisiciones. Conviene, pues, mirarla como un momento mayor, examinar sus defectos o sus taras, y también sus poderes.


Y dice, más adelante :
La lectura comienza antes que el aprendizaje sistemático de la misma por muchas razones. No pueden leerse los libros si no se ha comenzado a leer el mundo circundante... Es preciso ante todo que el joven lector tenga un buen dominio del lenguaje y una culturización previa lo más rica posible.
La clase de cocina de mis bebés contiene todo esto, y un poco más. Allí ellos leen que la materia se transforma entre sus manos. Leen también olores, sabores, colores, texturas y formas, mi voz, mis cantos, mis conjuros. Todo esto, condimentado con afecto. Porque éste es tal vez el ingrediente más importante de la clase de cocina. Es a través del profundo respeto y del profundo cariño que siento por cada uno de los bebés, que trato de cumplir los objetivos de las lecciones.


¿Objetivos? ¿Cuáles son los objetivos? Es posible que no se vean claramente. No pretendo enseñar a leer, a escribir, a reconocer colores, a pintar, a saltar o a recortar. Si me preguntan sobre la edad para que mis bebés desempeñen tal o cual destreza, tendré que confesar que no lo sé, sencillamente porque no me interesa.
Lo que busco, lo que me interesa, es que los niños que llegan a mi clase aprendan mucho sobre la vida, sobre el afecto, sobre la seguridad, sobre la confianza... Es sobre esas relaciones y vínculos afectivos sólidos, sobre las palabras dichas, repetidas, cantadas, bailadas, y vueltas a decir, sobre la multiplicidad de experiencias agradables, que los niños construirán la lectura del universo que los rodea. Y cuanto más rico sea este universo circundante que mis bebés leen, tanto mejor estarán preparados para la lectura de los libros en el momento apropiado.


Un día, todos mis bebés lloran... Otro día, todos se ríen... A veces hay montones de niños... A veces no llega ninguno. La clase, cuidadosamente preparada, es susceptible de convertirse en una fiesta en donde todo funciona a las mil maravillas, o en un desastre total. No falta quien crea que mi clase es improvisada y un poco loca. Es posible que así sea. Y es necesario que así sea. Mi trabajo es con bebés, por lo tanto no puedo medir con exactitud absolutamente nada: están de por medio los afectos, las emociones, los sentimientos. Estos niños no tienen que gatear al mismo ritmo, ni hablar con claridad el mismo día, ni reconocer el triángulo amarillo el mismo mes.
En cambio concentro todos mis esfuerzos en lograr que estos niños se sientan seguros, confiados, fuertes y autónomos. Conceptos matemáticos, aptitudes psicomotoras, técnicas de lectoescritura, todo esto llegará a su debido tiempo.


Por lo pronto, a mis alumnitos que no pasan de los dos años, les seguiré enseñando a preparar gelatinas, pasteles y galletitas, mientras probamos, regamos, nos ensuciamos, nos equivocamos, compartimos, cantamos e invocamos nuestros conjuros mágicos, con la seguridad de que esta clase de cocina –que se parece tanto a la vida– los está preparando para aprender, y aprehender el mundo de la lectura, en el momento justo y a su justa medida.


© Irene Vasco
Ponencia presentada en el Tercer Coloquio Internacional del Libro Infantil y la Promoción de Lectura, efectuado en Caracas, Venezuela, en 1994.
Publicado en:
Sastrías, Martha (comp.). Caminos a la lectura. México D.F. :Editorial Pax México, 1995, pp.119-128.

1 comentario:

  1. Qué hermoso....gracias por esta lectura tan bella, por recordarnos como el afecto está presente en la palabra dicha, mirada,palpada, olida.

    Gracias...

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